Aquella noche fui la mejor de las chicas de la noche, todos querían levantarme. Tu indignación incontrolable estallaba, vociferando en el rostro de los conductores y en los nudillos de tus dedos contra el impávido portón cerrado del vetusto palacio.
Una siesta interminable nos robó las primeras horas de estadía en la soñada Florencia. Descansados decidimos reivindicar el tiempo y salir a conocer, a divertirnos. El arte nos calaba los rincones, respirábamos el renacimiento en las veredas. Tú eras Dante, Boccacio, Miguel Angel y yo Laura, la Beatrice, la Gioconda…
En una trattoria, la música, las pastas y el vino tinto nos bastaron para alcanzar la gloria y cantamos y bailamos hasta con el acordeonista. Apagaron las luces y nos fuimos. Caminamos ensimismados por las orillas del Arno y atravesamos todos los puentes con esa libertad que otorga el estar de viaje y nos dieron las dos de la mañana.
Lo que no sabíamos es que la ciudad cierra los ojos a las doce de la noche y que por arte y prodigio todos duermen. Sólo el empedrado de nuestra calle “Via delle Belle Donne” de una cuadra apenas, era recorrido por los autos, en busca de las damas de la noche recostadas a los flancos de los muros medievales. Provocadoras lucían el mejor de sus atuendos, resaltando sus piernas o sus pechos, custodiadas por su hombre, el que hace los tratos y las cuida.
Y fuiste mi hombre callejero aquella noche, que dejó perplejos a mis supuestos clientes con tus gritos y ademanes, mientras intentaban contratarme.
No se cuánto demoró el amable señor del bividí en tirarnos la llave por la ventana del segundo piso para abrir el postigo e ingresar. No se cuánto fue el tiempo que estuvimos en la “Via delle Belle Donne” expuestos a los asiduos y a las damas de la noche, que empezaban a ponerse incómodas con la presencia absurda de esta ajena e inquietante chica nueva, de bluejeanes apretados y melena colorada.
Una siesta interminable nos robó las primeras horas de estadía en la soñada Florencia. Descansados decidimos reivindicar el tiempo y salir a conocer, a divertirnos. El arte nos calaba los rincones, respirábamos el renacimiento en las veredas. Tú eras Dante, Boccacio, Miguel Angel y yo Laura, la Beatrice, la Gioconda…
En una trattoria, la música, las pastas y el vino tinto nos bastaron para alcanzar la gloria y cantamos y bailamos hasta con el acordeonista. Apagaron las luces y nos fuimos. Caminamos ensimismados por las orillas del Arno y atravesamos todos los puentes con esa libertad que otorga el estar de viaje y nos dieron las dos de la mañana.
Lo que no sabíamos es que la ciudad cierra los ojos a las doce de la noche y que por arte y prodigio todos duermen. Sólo el empedrado de nuestra calle “Via delle Belle Donne” de una cuadra apenas, era recorrido por los autos, en busca de las damas de la noche recostadas a los flancos de los muros medievales. Provocadoras lucían el mejor de sus atuendos, resaltando sus piernas o sus pechos, custodiadas por su hombre, el que hace los tratos y las cuida.
Y fuiste mi hombre callejero aquella noche, que dejó perplejos a mis supuestos clientes con tus gritos y ademanes, mientras intentaban contratarme.
No se cuánto demoró el amable señor del bividí en tirarnos la llave por la ventana del segundo piso para abrir el postigo e ingresar. No se cuánto fue el tiempo que estuvimos en la “Via delle Belle Donne” expuestos a los asiduos y a las damas de la noche, que empezaban a ponerse incómodas con la presencia absurda de esta ajena e inquietante chica nueva, de bluejeanes apretados y melena colorada.