La mulata Magdalena descorrió el mosquitero, lo besó en la boca, le tocó las manos. Salió despavorida dando un alarido tan fuerte, que hizo que se quebrara el universo. Entre la barahúnda imploraba ¡vengan! ¡Carmelo el patrón está helado!
Ahora que la tierra se regodeaba con viñedos, con olivos, con moreras. Que adquirió el piano de cola, la cama de bronce con dosel y el rubí de compromiso. Que contaba los días para que llegue el vapor al puerto, trayendo a Angellina su novia perpetua. Ahora que Magdalena tejía musarañas y albergaba esperanzas, Carmelo yacía a la orilla del macramé de sus sábanas blancas. Ni la nariz tapada para que tosiera, ni los paños hirviendo en la planta de los pies, ni el masaje impetuoso al corazón fueron capaces. El espejito diamantino junto a su boca, sin vaho, ni atisbo de respiro, sentenciaba su muerte.
Desde ese momento Magdalena, gotera de lágrimas, se hizo cargo del muerto. De velarlo en su lecho dorado, del incienso y los cirios, de las flores, de las misas de réquiem. Lo presentaba bello y perfumado ante la romería que acudía a su encuentro. Copiosos murmullos urdían la leyenda: Que Carmelo no está muerto, que le crecen las uñas, que Magdalena lo afeita, que obra milagros y de repente despierta.
Nadie entendía la devoción de Magdalena por Carmelo. Nadie sabía que la noche del último sábado de gloria fue suya, allá en la playa, bajo el halo caricia de la luna, a sus diecisiete años y sin culpa. Con la promesa cabal de ser su esposa.
Pasaron siete días de nieblas y de llantos desde que murió Carmelo, hasta que se escuchó estallar la sirena del barco en la oquedad de la bahía anunciando su arribo. La prometida Angiollina, y la familia entera llegaba desde Italia a Tambo de Mora, el puerto.
Entonces, Magdalena en la habitación-capilla ardiente, descorrió el mosquitero, lo besó en la boca y le dijo al oído: Llegó el momento. Mi alma dentro de poco estará junto a la tuya para siempre Carmelo ¡Te daré candela!
Ahora que la tierra se regodeaba con viñedos, con olivos, con moreras. Que adquirió el piano de cola, la cama de bronce con dosel y el rubí de compromiso. Que contaba los días para que llegue el vapor al puerto, trayendo a Angellina su novia perpetua. Ahora que Magdalena tejía musarañas y albergaba esperanzas, Carmelo yacía a la orilla del macramé de sus sábanas blancas. Ni la nariz tapada para que tosiera, ni los paños hirviendo en la planta de los pies, ni el masaje impetuoso al corazón fueron capaces. El espejito diamantino junto a su boca, sin vaho, ni atisbo de respiro, sentenciaba su muerte.
Desde ese momento Magdalena, gotera de lágrimas, se hizo cargo del muerto. De velarlo en su lecho dorado, del incienso y los cirios, de las flores, de las misas de réquiem. Lo presentaba bello y perfumado ante la romería que acudía a su encuentro. Copiosos murmullos urdían la leyenda: Que Carmelo no está muerto, que le crecen las uñas, que Magdalena lo afeita, que obra milagros y de repente despierta.
Nadie entendía la devoción de Magdalena por Carmelo. Nadie sabía que la noche del último sábado de gloria fue suya, allá en la playa, bajo el halo caricia de la luna, a sus diecisiete años y sin culpa. Con la promesa cabal de ser su esposa.
Pasaron siete días de nieblas y de llantos desde que murió Carmelo, hasta que se escuchó estallar la sirena del barco en la oquedad de la bahía anunciando su arribo. La prometida Angiollina, y la familia entera llegaba desde Italia a Tambo de Mora, el puerto.
Entonces, Magdalena en la habitación-capilla ardiente, descorrió el mosquitero, lo besó en la boca y le dijo al oído: Llegó el momento. Mi alma dentro de poco estará junto a la tuya para siempre Carmelo ¡Te daré candela!