Dice mi padre que al fin llegó el momento de mudarnos, no viviremos más con los abuelos. No habrá más Bosque del Olivar por las ventanas, ni sótano misterioso para escondernos, ni jardín con calagualas repletas de verrugas atrapándonos, no habrá patio con tinajeras que destilen brillantes, ni reloj de arena que decante mil sueños.
Mi padre abre la puerta oscilando las llaves en un ritual de obispo.
“He aquí la casa nueva”
Las salas, construidas en planos a desnivel, albergan escaleras hilvanadas por pasadizos graves que conducen a los dormitorios y luego a la azotea donde hay una buhardilla y tendales exhibiendo calzones en las otras azoteas.
“¡Desde aquí se ve el mar! ¡Esperen que se disuelva la neblina!", asevera mi padre
Podría haber sido lóbrega, mas sus balcones y ventanas la hacen luminosa, mostrándonos los árboles de tipas pintando de amarillo las veredas. Podría haber sido triste, pero sus cuartos coloridos de formas caprichosas la vuelven risueña. Pequeña, sin embargo parece un castillo entre las escaleras. Los pisos de tablones cimbrándose a los pasos nos provocan dar saltos para medir su aguante.
“¡Tranquilos, se quiebran los maderos! ¿no ven que están vencidos los durmientes?”
“¿De qué durmientes hablan nuestros padres?” Preguntábamos Daniel y yo, mientras que en nuestras cabezas estallaban visiones de ángeles dormidos y dejábamos de hacer bulla para que no despierten.
“Son vigas que soportan los tablones del piso, están desgastadas por el tiempo que tienen, esta casa es muy vieja.”
De nada sirvió que nos expliquen, los durmientes estaban hijados en nuestra imaginación, instalados debajo de las tablas, en la esquina de la primera sala hasta la biblioteca, justo allí donde el piso se hunde y reverbera.
Él tenía la barba larga y sus alas eran de pelusas canas; ella, más joven, por dormir tanto le habían crecido mucho las pestañas y cuando parpadeaba hacía restallar los maderos .
Solían cantar, escuchábamos su voz, se amaban, oíamos agitada su respiración.
Un nudo agujereado en un tablón nos permitía espiarlos mejor y hasta colar los meñiques a su encuentro; Daniel un día los tocó y estaban fríos, por un segundo pensamos que eran diablos, los diablos son helados , pero no, un diablo no resistiría debajo de los maderos tanto tiempo, sosegado.
Eran muy blancos, no conocían el sol, de día jamás los escuchamos, ni los vimos volar, aleteaban en las noches de luna volviéndose translúcidos, entonces se esfumaban.
Nos angustiaba pensar en sus ausencias, felizmente volvían, doblegando la nostalgia en las rendijas, quedando nuevamente sumidos en su encanto, apañando sus historias, celestinos.
Llegamos del colegio, los maderos estaban levantados.
“Tendremos que sacar estos durmientes, están totalmente carcomidos, rellenar de cemento el falso piso y colocar encima los tablones, se verá estupendo el machihembrado.”
Los seis metros cuadrados que fueron nuestro templo dejaron de existir así tan fácil, debajo veíamos la tierra apisonada y unos cuantos maderos devastados.
Una caricia como de nube gélida nos recorrió la espalda, propiciando subir las escaleras hasta la buhardilla, si, hasta allá arriba, arriba, donde jamás pudimos ver el mar por la neblina, donde continúa el paisaje de tendales, donde nadie sabe que también hay maderos que se cimbran a los pasos, y el piso reverbera.
Mi padre abre la puerta oscilando las llaves en un ritual de obispo.
“He aquí la casa nueva”
Las salas, construidas en planos a desnivel, albergan escaleras hilvanadas por pasadizos graves que conducen a los dormitorios y luego a la azotea donde hay una buhardilla y tendales exhibiendo calzones en las otras azoteas.
“¡Desde aquí se ve el mar! ¡Esperen que se disuelva la neblina!", asevera mi padre
Podría haber sido lóbrega, mas sus balcones y ventanas la hacen luminosa, mostrándonos los árboles de tipas pintando de amarillo las veredas. Podría haber sido triste, pero sus cuartos coloridos de formas caprichosas la vuelven risueña. Pequeña, sin embargo parece un castillo entre las escaleras. Los pisos de tablones cimbrándose a los pasos nos provocan dar saltos para medir su aguante.
“¡Tranquilos, se quiebran los maderos! ¿no ven que están vencidos los durmientes?”
“¿De qué durmientes hablan nuestros padres?” Preguntábamos Daniel y yo, mientras que en nuestras cabezas estallaban visiones de ángeles dormidos y dejábamos de hacer bulla para que no despierten.
“Son vigas que soportan los tablones del piso, están desgastadas por el tiempo que tienen, esta casa es muy vieja.”
De nada sirvió que nos expliquen, los durmientes estaban hijados en nuestra imaginación, instalados debajo de las tablas, en la esquina de la primera sala hasta la biblioteca, justo allí donde el piso se hunde y reverbera.
Él tenía la barba larga y sus alas eran de pelusas canas; ella, más joven, por dormir tanto le habían crecido mucho las pestañas y cuando parpadeaba hacía restallar los maderos .
Solían cantar, escuchábamos su voz, se amaban, oíamos agitada su respiración.
Un nudo agujereado en un tablón nos permitía espiarlos mejor y hasta colar los meñiques a su encuentro; Daniel un día los tocó y estaban fríos, por un segundo pensamos que eran diablos, los diablos son helados , pero no, un diablo no resistiría debajo de los maderos tanto tiempo, sosegado.
Eran muy blancos, no conocían el sol, de día jamás los escuchamos, ni los vimos volar, aleteaban en las noches de luna volviéndose translúcidos, entonces se esfumaban.
Nos angustiaba pensar en sus ausencias, felizmente volvían, doblegando la nostalgia en las rendijas, quedando nuevamente sumidos en su encanto, apañando sus historias, celestinos.
Llegamos del colegio, los maderos estaban levantados.
“Tendremos que sacar estos durmientes, están totalmente carcomidos, rellenar de cemento el falso piso y colocar encima los tablones, se verá estupendo el machihembrado.”
Los seis metros cuadrados que fueron nuestro templo dejaron de existir así tan fácil, debajo veíamos la tierra apisonada y unos cuantos maderos devastados.
Una caricia como de nube gélida nos recorrió la espalda, propiciando subir las escaleras hasta la buhardilla, si, hasta allá arriba, arriba, donde jamás pudimos ver el mar por la neblina, donde continúa el paisaje de tendales, donde nadie sabe que también hay maderos que se cimbran a los pasos, y el piso reverbera.